7 de julio de 2007

Hacia un liderazgo ético

fsegovia@interactive.net.ec

Hoy en día abundan las denuncias y las lamentaciones sobre la “inmoralidad imperante”. Y no son pocos los que piensan que se ha iniciado un período de grave decadencia moral y de liderazgo no ético.
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Por Fausto Segovia Baus

Cualquier juicio que queramos emitir acerca de nuestra sociedad debe tener en cuenta que nos tocado vivir en un ambiente de “signo permisivo”. Se ha superado el rígido verticalismo, característico de sociedades cerradas y paternalistas. Y los medios de comunicación han contribuido a que aspectos de “inmoralidad privada” se vuelvan públicos. Pero también -hay que reconocerlo- que esta permisividad social ha ayudado, en cierto modo, a que se aireen y se denuncien comportamientos francamente inmorales.

Moral pública y moral privada

La moral pública es la base para la auto-realización de la sociedad. Pero cuando hablamos de moral pública no la debemos reducir a los convencionalismos sociales o a la mera normatividad jurídica. No siempre lo que está normado en las leyes es justo. Las leyes solo norman el cumplimiento externo, pero no las motivaciones ni la intencionalidad.

Tampoco debemos restringir la moral pública a la condena y erradicación de los grandes escándalos y fraudes públicos. Es un error también reducir la moral pública al sector de los políticos y de las personas o grupos que gozan de poder o de influencia. Es evidente que estas personas, amparadas en una falsa y nociva impunidad, tienen la posibilidad de cometer estafas y otros actos de corrupción de mucha mayor gravedad.

La modernidad ha impulsado constantemente valores de tipo individualista, lo que ha llevado a la “privatización de la conciencia moral”. A ello ha contribuido también la poca o nula formación de la conciencia en cuanto a la moral pública. Tampoco podríamos afirmar que nuestros colegios preparan suficientemente para los valores cívicos y la sana convivencia ciudadana.

Algunos piensan que el modelo de sociedad que vivimos está impulsado exclusivamente por el lucro y la lógica del mercado. Si los comportamientos tienen esas motivaciones, la acción política casi siempre se “contamina” de ese carácter. Entonces los resultados son evidentes. Vemos que prevalecen más los intereses que los valores. Y esta ausencia de moral pública lleva necesariamente a un deterioro de la moral privada.

Actitudes extremas

En respuesta al deterioro de la moral social, podemos apreciar, como reacción, dos actitudes extremas que tienden a autoafirmarse: el apego inmovilista a la ética tradicional o fundamentalista; y, el relativismo moral, que responde a la mentalidad dominante en la sociedad actual. La primera defiende una ética puritana, legalista, en clara posición condenatoria; la otra, desde un abierto subjetivismo moral, dictamina sobre lo que es bueno sin ningún tipo de referencia a las exigencias de la naturaleza humana.

El mero legalismo autoritario nunca ha salvado ni salvará a nadie. Es necesario afirmar la necesidad y la urgencia de la moral pública. En un contexto de diálogo constructivo, debemos colaborar eficazmente en la formación de la conciencia de los valores morales y cívicos. Y testimoniar nuestros principios mediante la coherencia entre esos principios y la vida pública y privada.

Y ese es el papel de la familia y de la nueva educación en valores. Pero, ¿de qué tipo de educación hablamos? Si la educación es un sistema encargado de reproducir y legitimar los valores existentes en el cuerpo social, a través de un discurso pedagógico que se distancia de las prácticas sociales y políticas.

El caso de la familia es más dramático aún: a la desmembración paulatina del núcleo familiar -con la emigración incluida- se une la falta de comunicación interna entre sus miembros. Paradójicamente, mientras los medios masivos han subido los estándares de difusión y se han incorporado nuevas tecnologías, la comunicación entre esposos, entre padres e hijos no solo ha disminuido sino que prima la incomunicación.

Etnicidad

Pero también hay otro problema subyacente: la crisis del país está atravesada por la etnicidad; es decir, por el carácter generado desde las raíces que constituyen las bases de la cultura donde se asienta el ser y el modo de ser de nuestro pueblo.

Lo étnico -según los expertos- es anterior a lo político y su expresión más elevada es la identidad nacional caracterizada por lo diverso y lo propio. Curiosamente, al perder los referentes, la cultura ha dejado de tener una base material y se ha orientado por lo ajeno, donde las externalidades han hecho presa de esa raíz o matriz ancestral. Algunos estudios hablan de la hibridación cultural (Canclini) e incluso de un etnocidio o aniquilamiento cultural, que se ha agravado por la influencia de algunos medios audiovisuales y los procesos de globalización.

Con un problema étnico en ciernes, el poder político y económico halló el espacio ideal para ejercer su hegemonía. Así, el rostro de la crisis está representado por una sociedad escindida en lo cultural, fragmentada en lo político y polarizada en lo económico.

El problema del Ecuador es complejo, pero podría situarse en tres categorías de análisis: la ilegitimidad, la falta de representatividad, y como resultado de las dos anteriores, la ingobernabilidad, que constituyen factores reales de la desinstitucionalización que afronta el país.

Nuevo ethos

En síntesis, la crisis de valores inscrita en la crisis de la sociedad y sus causas delineada aquí brevemente articula un proceso de fragmentación agravado por problemas derivados de otros problemas estructurales anclados en la etnicidad y el desgobierno. El debilitamiento del Estado y su capacidad institucional es real. Sin embargo, el Ecuador tiene muchas fortalezas todavía, pese a las fuerzas disolventes como las que han aparecido en este período.

Los papeles de la familia y la educación son claves, pero de ninguna manera constituyen recetas para enfrentar los desafíos: la democratización del poder sobre la base de una participación ciudadana auténtica y una democratización del saber, que formen parte de un nuevo ethos educativo, centrado en un contrato social diferente y una nueva conciencia que recupere los valores de nuestra sociedad y satisfaga las necesidades básicas de una mayoría hoy insatisfecha.
Para ello necesitamos un nuevo tipo de liderazgo: ético, eficiente y solidario, anclado en un modelo de desarrollo humano sustentable.

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