22 de julio de 2007

Democracia liberal versus Democracia ciudadana

fsegovia@interactive.net.ec

La ortodoxia considera que la democracia es el conjunto de procedimientos para elegir gobernantes. Esta teoría elitista de la política es cuestionada por la teoría participativa que, sin salirse del enfoque institucional, intenta recuperar la acción política para los ciudadanos, pero dentro del ámbito del Estado y sus instituciones.

Por Fausto Segovia Baus

Un modelo distinto de concebir la política y hacer política se orienta a desestatizar la política, en el sentido que los asuntos públicos, en esencia, conciernen no solo exclusiva y excluyentemente al Estado, como plantea la teoría tradicional, sino a la sociedad civil.

Dos corrientes

En general se visualiza dos grandes corrientes: las democracias liberables que padecen una grave crisis de representatividad, y la sociedad civil, que busca denodadamente espacios que intentan resolver el dilema de los que creen -y hay muchas razones para ello- que la política equivale a corrupción, es decir, a una perversión de lo político.


Si la política es “materialmente de nadie y potencialmente de todos”, está en los sujetos concretos y no en algunas instituciones -virtualmente desacreditadas- la construcción de una democracia posible. ¿Qué hacer entonces para lograr que ese “privatismo apolítico”, esto es, aquel en el que el individuo se refugia en lo privado, sin ningún contacto con lo social ni con lo político, tenga una salida hacia una participación real en las cuestiones que interesan a todos?


La respuesta no es fácil, porque este tipo de individuo -ensimismado y sin proyección histórico-social- está, en cierto modo, favorecido por el sistema que sacraliza el voto (El voto es igual a democracia, lo cual es un sofisma, porque el sufragio no pasa de ser para muchos un mero ejercicio formal de elección a cambio de un certificado). Otra razón es que los llamados políticos profesionales nos tratan en época de elecciones como infantes o clientes, donde las demandas de los ciudadanos no aparecen.

La alternativa

La alternativa, a contrapelo de las tendencias privatistas, es proponer la solidaridad como esencia de la democracia, sobre la base de animar la participación efectiva; no la manifestación ni el griterío, sino la generación de propuestas y acciones que ayuden a creer y crear oportunidades para construir un mejor Ecuador.


Pero la solidaridad no basta, según Jesús Martín Barbero: “Tenemos una cultura política trasplantada que se condensó en instituciones formales necesarísimas, pero profundamente ajenas, distanciadas de los modos de ver, de sentir, de decir, de estos países”. Así, los partidos tradicionales no sintonizaron con la cultura política del pueblo y se produjo una especie de simulación, que dio origen a los populismos puramente gestuales, sin contenidos y definitivamente antidemocráticos y antisociales.


El resultado no pudo ser más cruel: la democracia se volvió insignificante, en términos de participación de los bienes sociales. Y el populismo -que sigue vivo- tuvo la ventaja de “conectarse” con la cultura política del pueblo, mientras en la otra orilla, la hegemonía del discurso ortodoxo e intelectual, convirtió a los ciudadanos en audiencias y públicos. En ambos casos la participación ciudadana quedó en el limbo, pero al menos la Carta Magna lo regula.

El despertar de la sociedad civil


La expresión sociedad civil tiene diversas connotaciones. En lo conceptual es un grupo humano constituido por ciudadanos y ciudadanas, libres e iguales, que participan, asumiendo derechos y obligaciones, en la construcción del bien común. A diferencia de la sociedad armada, la sociedad civil es deliberante y actúa dentro de los espacios regulados por las leyes, en ámbitos del desarrollo humano y social.


La participación ciudadana es entonces una respuesta creativa frente al desgaste de los mecanismos de representación formal, porque intenta una acción directa de representación política sobre la base del reconocimiento de las diversidades políticas y culturales.
Los objetivos serían: lograr ese reconocimiento y buscar nuevas mediaciones y sensibilidades que ayuden a convocar y a aprender; a buscar soluciones antes que a recurrir a la queja, el lamento o la culpabilización; a integrar a todos, sin excluir a nadie, en la búsqueda de cumplir y hacer cumplir los deberes y responsabilidades ciudadanas, antes que el ejercicio de derechos.

Algunas preguntas

Los pueblos tienen los políticos que se merecen. ¿Los pueblos tienen los políticos que se merecen? ¿Qué tanto nos representan? ¿Nos sentimos reflejados en ellos? ¿Sentimos que ellos nos van a permitir prosperar y vivir seguros? ¿Los sentimos personajes dignos o meros oportunistas en busca de poder?


La democracia es, también, un proceso de aprendizaje, un ajuste tenso entre las necesidades sociales y los intereses partidistas. ¿Qué nos toca hacer? Presionar todo el tiempo, exigir transparencia y equilibrio de poderes, imponer procesos de rendición de cuentas. Nos toca, en pocas palabras, ciudadanizar el poder, concluye Fernando García Ramírez.

Elogio de la cordura

fsegovia@interactive.net.ec

Erasmo de Rotterdam, humanista insigne, escritor y erudito holandés (1468-1536), que en la Educación de un Príncipe expuso los deberes de un jefe de Estado, en su obra más conocida El Elogio de la Locura recreó una historia singular, con intencionada sátira, profundidad de idea y amenidad de concepto. Una reflexión para cambiar el Ecuador.

Por Fausto Segovia Baus

La razón es muy simple: “El número de locos es infinito” y ni siquiera se salvan los dioses. La Locura es hija de Pluto, único padre de los dioses y los hombres, que le hizo nacer de la más hermosa y graciosa de las ninfas, la Juventud. Le criaron a sus pechos la Embriaguez y la Ignorancia, y son sus compañeras Filaucia (amor de sí mismo), la Lisonja, el Olvido, la Pereza, la Voluptuosidad, la Ligereza, la Molicie, Como (dios de los festines) y el Sueño Letárgico.

En el discurso de la Locura, Erasmo prueba la tesis que todos estamos dementes en este mundo y que la Locura se encuentra en todas partes. Incluso el matrimonio, que es hijo de la Ligereza, tiene algo de Locura, y por supuesto la política, que tiene mucho de sabiduría, de amor propio, de placer –la salsa de la Locura- y naturalmente de gula.

Erasmo distingue dos tipos de Locura: “Una vomitada por los infiernos... para encender en el corazón de los mortales el ardor de la guerra, la sed insaciable del oro, de vergonzosos y criminales amores... y la otra, que emana positivamente, que es muy distinta de la primera y es el mayor bien que se puede anhelar. Ella se produce cada vez que una dulce ilusión liberta el alma de los cuidados ardientes y la sumerge en un océano de delicias...” La segunda sería entonces la más cuerda de todas las locuras.

La vigencia de la Locura de Erasmo de Rotterdam es manifiesta, pese a que fue escrita hace más de cuatro siglos. Las palabras de Erasmo parecen recuperar sentido, cuando la ironía se acerca más a la realidad que a la ficción literaria.

El poder del Príncipe, ese poder solitario, dotado de solemnes veleidades, yace débil en el trono viajero y gobierna a sus súbditos bajo la égida de una razón de Estado, aunque haya perdido el rumbo por la conspiración, por la deuda eterna que succiona el presupuesto, por el 60% de pobres descritos en el informe del BID, por los gritos de los jubilados y otros gentiles que no entienden de macroeconomía, la baja de la inflación y la mejora de las exportaciones. En tanto los tribunos y los intocables deudores del fisco, insaciables por el oro, luchan indecorosamente después de un ataque de gula.

Hagamos entonces un paréntesis, una tregua con la bendición de las virtudes teologales para escribir, al unísono, un nuevo tratado, un gran best-seller, sin ápice de cinismo: El elogio de la cordura.